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A diario paso esa intersección;
apurado en las mañanas, odiándome por no haber salido de mi casa un minuto
antes mientras veo, frustrado, cómo pasa el bus que debía tomar y a paso lento
en las tardes sin ganas de volver a casa.
Hay en ella
un semáforo de esos que avisan a los peatones cuantos segundos les quedan para
pasar la calle, realmente mienten. Una vez se acaba el tiempo y este pasa a
rojo tienes el tiempo suficiente para cruzar a un paso tranquilo; a un paso tan
lento que te da tiempo para mirar, antes de llegar al otro lado, como el
temporizador retrocede desde sesenta hasta cincuenta y ocho, de notar tu sombra
atravesada por la cebra, volver al temporizador en rojo, refugiarte en las
miradas vacías que esperan el bus del que acabas de bajar y preguntarte si en
tu mirada se refleja la misma expresión pusilánime, de volver a ver el
temporizador en rojo (55), pensar en que tú sombra de pie y con los brazos
extendidos formando una cruz con tu cuerpo atravesado por la cebra, frente al
tráfico y con el temporizador en rojo(52) podría ser perfectamente la portada
de una de esas películas experimentales francesas, de considerar la idea de
colocarte en esa posición a mitad de la calle (más o menos ahí debes ir al paso
que llevas) y esperar a que arranquen los autos, pensar en lo poético que sería
como suicidio, darte cuenta de que seguramente los carros no aceleraría y se
quedarían haciendo sonar el claxon, y de que si hipotéticamente aceleraran,
quienes vieran tu cadáver te creerían estúpido por pasar en rojo, decidir que
lo considerarás otro día (al fin y al cabo siempre pasas por ahí) y darte
cuenta de que has pasado la calle (45).
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