INspiración:
Nada me
inspiraba, quien inspiraba era yo, y no es que alguien dedicara en mí el más
mínimo pensamiento, lo que inspiraba era el humo que despedía un cigarrillo, lo
inspiraba por la boca y lo espiraba por la nariz a la vez que expiraba mi ilusión
de escribir una prosa decente, y qué decente hubiese sido esta si espirar de
exhalar se escribiera igual que expirar de caducar, de acabar, como acababan
mis cigarros, más rápido que la tinta de mi lapicero, habría de acabar el
tercero antes de escribir la primera línea y de líneas no escribo porque ese
campo no lo abarcan mis vicios.
La velada
estaba preparada, junto al cenicero reposaba mi libreta y sobre ella tres
lapiceros, tenía intenciones de acabar con la tinta de al menos uno; ambiciosas
pretensiones para mí que escribo lo mismo que vivo. A un costado de mi silla
una papelera hasta el tope de papeles arrugados que se apoyaba en una pared de
la cual, algo más arriba, colgaba un reloj que en dos minutos marcaría las tres
de la madrugada. Dicen que a la madrugada se escribe mejor ¡dichosos quienes
sufren de insomnio! a mí el sueño me mataba, pero no podía desaprovechar la
oportunidad,
De
encontrarme solo en casa sin más ruido que el de un ventilador y el violín de
Paganini que un altavoz hacía llegar a mis oídos, sin más compañía que mi falta
de talento, y esta no me reclamaba por fumar adentro. Creyéndome el perfecto
anfitrión esperaba paciente la llegada de alguna musa con una historia que
contarle a mi libreta.
Deambulaba entre frases escritas con
mala caligrafía, tachones y miradas al vacío del papel; repetí este patrón
varios pares de veces hasta que mi mirada deambuló hacia el reloj, cruzó con
los cinco minutos que faltaban para las cuatro y mi mente cruzó al mismo tiempo
con los sesenta y cinco que faltaban para que sonara mi despertador. Ahora
deambulando entre la idea de dormir o deambular entre las páginas de Alejandro
Dumas o Dostoyevski (o cualquier otro que si hubiese podido conversar con su
musa) sentí algo en el aire que con voz ininteligible me habló; no la musa, por
supuesto, era el aroma y el burbujeo avisándome que el café ya hervía en mi
cafetera y que habría de enfriarse antes de yo escribir la cuarta línea de lo
que fuese y para que esto no sucediera decidí escribir sobre mi carencia de
talento, sobre cómo el olor a cigarrillos, a café y a soledad no seduce a mis
musas y de cómo el sueño no es combustible para las letras.
Convertir en arte aquello que nos perturba, no hay mejor descripción para lo que acabo de leer ¡Te felicito!
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